(Leyenda patagónica)

Me animo a arriesgar que la ciudad de Esquel debe estar entre las primeras del país y compitiendo, palmo a palmo, con otras urbes del mundo en cuanto leyendas urbanas. Eso si, de algo estoy seguro, no me atrevería a denominar así a las historias que atraviesan nuestra identidad, montadas a lomo de la tradición oral, sino que ellas han sido olvidadas, tal vez adrede, para ningunear el misterio o los misterios que conviven con nosotros diariamente y pujan por brotar en el florecer de las antiguas magias. Paso a detallar, según recuerdo y en mi precario hablar, los hechos que acontecieron en aquella altura de la calle Brun, en Esquel, donde aun se mantiene en pie un pedazo de pared de una vieja casa de ladrillos, sin dejar de mencionar a quien me lo contó, el guitarrero Eulalio Valbuena.
Transcurría la década del cuarenta en el siglo pasado y en la calle Brun, descampada por aquel tiempo, más habitada por liebres, bandurrias, teros y algún que otro perro callejero, una antigua familia originaria decidió mudarse desde la meseta, en la zona de Colán Conhué, hasta Esquel en busca de un futuro más prometedor para su pequeña hija, Doña Elena Piutrillán y su marido Don Newen Puelman, con su hijita de cinco años Vitalicia. Gracias a la venta de unas tierras en la la meseta, los Puelman lograron comprar un terrenito en la calle anteriormente citada, sobre la cual Newen Puelman fue levantando ladrillo tras ladrillo, tarde tras tarde, hasta los anocheceres, una pequeña, humilde, pero confortable casita, con barro, pasto seco y guano de chivo. Don Puelman era obrero de la construcción durante la mañana y parte de la tarde, mientras que Elena Piutrillán se desempeñaba como trabajadora de casa de familia y en las tardes cocinaba tortas fritas para vender en las casas y almacenes de la ciudad, en cambio la niña Vitalicia, más allá de ir a la escuela, no podía quitarse la tristeza del desarraigo de su tierra, sentía que su vida estaba intrínsecamente ligada a la mística meseta patagónica, ni los juegos didácticos, ni los esbozos de la dura matemática, ni la historia oficial que la escuela le contaba podían distraerla de su ser abrazado a los parajes cercanos a Colán Conhué.
El trabajador matrimonio Puelman Piutrillán, preocupados por la pena de su pequeña hija, decidieron apelar a sus conocimientos ancestrales, sumados también a cierto deseo de crear una historia que mezclara la tradición y la fantasía, no para engañar a la niña, sino de procurarle una estadía más amable en Esquel, mientras transcurriera su paso a la adolescencia y la juventud para que no extrañase tanto a sus raíces; entonces, Puelman decidió abrir en una de las paredes de la casita, precisamente en la de la cocina, una ventanita que miraba hacia el cordón que hoy conocemos cercano a la subida de la Zeta, y en tierna complicidad con su esposa, una tarde de primavera, merendando mates con torta fritas, Newen levantó a upa a Vitalicia y la acercó hasta la nueva ventanita de la casa, le señaló la loma hasta un punto en donde se observaba un pequeño árbol en crecimiento, un maitencito, que sólo podía ser visto desde esa ventana. Le prometió que cuando el maitén sea adulto y su esbelto cuerpo de madera pueda sostener en el atardecer el peso del sol antes de esconderse atrás de la laguna, sería la señal de los ancestros, de los abuelos, para saber que era el momento de decidir o no volver a su tierra prometida, que hacerlo antes no era aconsejable ya que los espíritus ancestrales le habían encomendado la aventura de conocer más allá de sus fronteras en Colán Conhué, otras experiencias, distintas, que le ayudarían seguramente a fortalecer y amar más a su lejano paraje, pero que ella, como hija, debía ver todas las tardes, por esa ventanita, el crecimiento del maitén mágico, secreto guardado en el seno de la familia.
Fue así que Vitalicia comenzó a ir a la escuela con ganas, entabló una hermosa relación con compañeritas y compañeritos de la escuela, creció hasta llegar a los once años sin dejar de observar, cada día, por el hueco con vidrio de su casa, el maitén que crecía casi como si se tratara de su hermano, allá, en el filo de la loma.
Entre otras crisis económica del país, como tantas, a mediados de 1950, la empresa constructora para la cual trabajaba Newen Puelman obtuvo una jugosa oferta por parte de capitales porteños en complicidad con empresas inglesas, la de radicar un supermercado justo en la manzana donde estaba la calle Brun a la altura de la casa Puelman. El dinero que ofreció la constructora a los pocos vecinos que habitaban la manzana no era mucho, pero en el contexto de la crisis, todos aceptaron, menos un matrimonio, Puelman Piutrillán. Sabemos que el amor, la honestidad no son variables que habitan los distritos donde la oferta y la demanda clavan sus colmillos, es entonces que primero los dueños de la empresa hicieron ofertas más suculentas a Newen y Elena, con aumento de cargo y sueldo, pero los oídos del dinero y el ficticio progreso estaban tapados de cera y codicia; entonces comenzaron las amenazas y aprietes para que vendieran la propiedad a cualquier costo, y ese costo un día llegó por la fuerza, cuando una mañana, mientras la familia estaba en sus trabajos y la hija en la escuela, un grupo de matones (Tal vez enviados desde la constructora), llegaron con picos, palas, elementos contundentes y comenzaron a golpear la casa, romper parte de las paredes, el techo y quizás a sabiendas o no, taparon cn concreto la ventana de la cocina, ese espacio entre el afuera y el adentro que se había convertido en parte del ser y la esperanza de Vitalicia.
Al mediodía llegaron Elena y Vitalicia, más tarde Newen quien las encontró abrazadas, llorando, atemorizadas, la casa había sido rota por fuera y por dentro, no se habían robado nada, solo habían destruido en clara señal para que resignaran su postura de seguir viviendo allí, cosa que lamentablemente surgió efecto ya que como todos sabemos, la justicia suele tener los ojos tapados para algunos y entre abiertos para otros. El matrimonio de la meseta decidió cambiar de casa, en otro barrio, en buenas condiciones materiales, pero alejados de la armonía e identidad que habían creado desde los cimientos hasta el techo, ni que hablar de Vitalicia, cayó en un tremendo pesar, por la intempestiva manera de dejar su primera morada y la violenta manera en que obturaron el hueco con vidrio mágico de su casa, ese por el cual todas las tardes miraba el maitén del cerro, que crecía junto a ella esperando el día justo de su vida, de la del árbol, de ambos, en que el maitén tendría sus ramas tan fuertes que sostendría el sol en su copa, momento de la señal para emprender el regreso a su amada meseta patagónica.
A pesar de los intentos de los padres de lograr que Vitalicia desistiera de volver todas las tardes a aquella casa, la adolescente volvía una y otra vez, esperando encontrar nuevamente la ventana abierta. Todas las tardes, incluso como adulta, luego como anciana, regresaba a esa casa cada vez más caída, mientras las máquinas de la empresa constructora emparejaban la manzana, construyeron casas, barrios, pero jamás ningún maquinista, obrero, maestro mayor de obra o arquitecto, se atrevió a derribar el muro que contenía la ventana tapada con concreto ni a molestar a la abuelita que quería volver a conectarse con el maitén desde la transparencia de la antigua ventana.
Estamos por caminar ya el final de la segunda década del siglo XX, Doña Elena Piutrillán y Don Newen Puelman se fueron ya hace mucho tiempo; lamentablemente hace un lustro Vitalicia murió de tristeza (El informe médico alega otro motivo), la encontraron recostada, una noche de frío, abrazada al pedacito de pared de su antiguo hogar, como sosteniendo un amor, como aguantando una esperanza que se iba con el atardecer del sol y la llegada de la luna, tal vez el frío de ese invierno y el hielo en el corazón de las ciudades que crecen olvidando sus leyendas no tuvieron el coraje de creer, de creer más allá de las paredes.
Aun hoy, si pasas por la calle Brun, me dijo Eulalio Valbuena, está la pared y la ventana ciega de cemento, los yuyos emulan el abrazo final de Vitalicia; mientras muchos vecinos aseguran escuchar el llanto de una mujer en los atardeceres de la cuadra, nadie ni nada, hasta el viento, se ha a atrevido a voltear ese vestigio de amor y esperanza. Tal vez, alguien tenga el valor, el temple de los que no se arrodillan ante la modernidad y armado de herramientas se acerque en una tarde de primavera hasta la misteriosa pared, rompa el vil cemento y restaure aquella ventanita y será entonces, cuando el alma de Vitalicia se asome por ella en el instante que el sol se pose en el maitén del cerro, al tiempo que en la meseta patagónica, cerca de Colán Conhué, un maitencito bebé brotará de la tierra y una niña originaria verá ese despertar y acompañará el crecimiento hasta que el maitén de la meseta y la niña, ya mujer cuente a sus hijos una historia de una niña llamada Vitalicia que nació en esa tierra.