
Una pelota de cuero vieja, desteñida, agoniza en la esquina de un heroico baldío, una pared de ladrillos rasguñados por el olvido le sostiene la espalda con tajos y gajos descocidos.
Por la vereda, un grupo de niños camina hacia la escuela, hablan de la retirada de Riquelme de Boca y el último juego de fútbol de la playstation, uno de ellos, el más callado, mira la pelota e ingresa al baldío, mueve el cuero viejo y acomoda un pelotazo con chanfle que esquiva un árbol y cae en la izquierda de otro de los niños en la vereda, éste sonríe, mira a su amigo y le devuelve la pared de rabona y la pelota cae nuevamente en el estomago del baldío, cerca de donde estaba anteriormente.
Por unos minutos, aquella vieja pelota volvió a soñar con un patio de escuela, dos mochilas haciendo de arco y rodillas con raspones llenas de tierra, fabricando sonrisas de guardapolvo blanco.
Ese momento, tal vez, fue arte, pero la ciudad sigue su curso, lamentablemente.