(La palmera de la 25 de Mayo – Leyenda patagónica)

La diagramación del área céntrica de Esquel, urbanísticamente hablando, tuvo en su génesis la idea no sólo de disponer de espacios verdes dentro de la población, sino también contar con arboles en todas las veredas de la ciudad con especímenes nativos y algunos foráneos, pero con fácil adaptación al clima patagónico. Cada uno de los árboles que habitan nuestras veredas tienen su respectivo asiento en la documentación municipal arquitectónica y urbanística, menos uno, la Palmera Guacha de la 25.Confieso que intenté por todos los medios formales obtener información sobre esta extraña y petisa palmera en el centro del centro de Esquel, pero cada vez que lo intenté tanto las autoridades competentes, como algunos historiadores, optaron por callar o simplemente hacerse los distraídos sobre el tema, como así también los vecinos se hacen olímpicamente los boludos al andar por el centro, específicamente la vereda del restaurante La Esquina, otrora Bolsa de Ski, como si nadie percibiera lo extraño de una palmera en la Patagonia, pero por suerte de vez en cuando la vida te pone en el camino la respuesta.Antes de ayer, cansado de buscar datos sobre la planta, me decidí al menos fotografiarla y dejar sentada su presencia, me ubiqué al lado de un cantero cercano a lo de Suyai Hue y apenas hice click con la maquina de fotos, una mano se posó en mi hombro, giré de golpe, un tanto sobresaltado, un hombre barbudo, pelo largo, vestido con viejas y sucias ropas de antaño me miraba fijamente y con una voz ronca, suave, pero que borraba el sonido del tráfico y los transeúntes (que parecían no percatarse de nosotros), me habló sin quitarme la mano del hombro, me dijo que en esa palmera habitaba el espíritu, la memoria viva de su pequeña hija fallecida a principios del siglo XX en nuestro pueblo. Paso a contarles su historia.
«Se llamaba Ailén Piutriyán de la Comunidad Nahuel Pan, tenía diez años y mientras transcurría sus primeros años en la actual Escuela 112 al pie del Barrio Ceferino, cierto día encontró en uno de esos típicos manuales escolares de geografía la foto de un gran plano del océano Pacífico, en el centro de la imagen una isla tan verde como la alfombra de una mesa de billar y adentro varias palmeras, pero una sobre todo que sobresalía con su cogote de madera entre las demás. La Maestra les explicó a los alumnos y alumnas sobre qué eran los mares, las islas y la flora y fauna que las habitaban, como así también las características de los frutos que nacían de las palmeras. Ailén quedó fascinada con aquella fotografía del manual al que se llevó a su casa para verlo una y otra vez, mientras soñaba viajar algún día hacia una de esas islas paradisíacas del Pacífico y siempre le decía a su padre, Sinforiano Piutriyán, que cuando llegara a uno de esos pedacitos de tierra que nadaban en el mar, treparía a lo alto de la palmera más alta y dejándose acariciar por la brisa marítima y los rayos del sol, gritaría a los cuatro puntos cardinales el amor por su padre, quien la crió solo desde bebé, ya que su madre fue asesinada en un desalojo violento de una tierra por parte de sicarios de un terrateniente extranjero y que la justicia cajoneó, como tantos delitos contra los pueblos originarios.Don Sinforiano, atento al interés de su hija por conocer el mar, las islas, sin decirle nada a Ailén, redobló su trabajo como Albañil, laburando desde antes del despertar del sol hasta la amanecida nocturna de la luna de lunes a lunes durante cinco años, ahorrando moneda tras moneda en secreto para comprarse pasaje y estadía para ambos por unos días en alguna de aquellas fantásticas islas que deslumbraban a su hija en los manuales de la escuela primaria.Cuando Ailén cumplió quince años, festejó humildemente su cumpleaños con algunas amigas y amigos en su casa, con mates y torta fritas, entre risas y secretos de novios. Esa misma noche, su padre volvía de la obra con el ultimo aguinaldo cobrado, sus compañeros de la construcción lo abrazaron para despedirlo y felicitarlo, sabían que iba hasta su casa a compartir una cena especial con Ailén con un gran asado de capón, gaseosa de esa que toman los ricos y una torta hecha por Doña Filomena, la vecina que cuidaba a su hija cuando Sinforiano trabajaba. Pedaleando por la 25 de mayo en contramano, con cuidado, pero deprisa, imaginaba el momento en que le diría a su amada hija, luego de un beso en la frente, que preparara ropa para el viaje, que ya tenía el dinero para viajar al gran mar que veía diariamente en el libro de la escuela, que iban a pasar unos días tirados en esas arenas blancas de la isla más bonita y que el iba a esperar verla en la punta de la palmera gritando “Papá te amo” para envidia del océano y los cielos.Pero, lamentablemente, al llegar a su ranchito del Ceferino, encontró a su hija desmayada, con convulsiones en el suelo. La tomó entre sus brazos y salió corriendo a la calle desesperado, justo un taxi que pasaba por ahí paró y le ayudó a subir a su hija y llevarlos hasta el Hospital Zonal de Esquel donde pasaron a los empujones por la guardia hasta donde estaban los médicos que la atendieron rápidamente. Tenía un cuadro de infección intestinal producto de la ingesta de un alimento que había vomitado, provenía de alguna lata de un gran supermercado que, para no perder una moneda, había borrado su fecha de vencimiento dejándolo en las góndolas a la mano de los consumidores desprevenidos y que ya habían sido varios los damnificados, aunque Ailén estaba en grave estado de salud.A las 23 horas de aquel día de su cumpleaños, Ailén falleció en el Hospital sin que nada pudiesen hacer los Médicos. Los abrazos de los compañeros albañiles, los vecinos y enfermeros que lo conocían no pudieron calmar el llanto de Sinforiano, quien decidió gastar los ahorros de todos esos años de arduo trabajo en abogados en contra de la cadena de supermercados, en vano, como siempre. Entonces, con lo último que le quedaba abajo del colchón, más un fajo de guita que le regalaron los albañiles amigos tras un mate bingo organizado por ellos, viajó un verano hasta una de las islas del Pacífico, donde no se quedó más que un día donde adquirió semillas de palmera. Regresó a Esquel y una mañana antes que despertara la ciudad, cavó un hoyito en un cantero de la calle principal de la ciudad y colocó semillas de palmera en el. Pasaba todos los días, durante las cuatro estaciones del año, al lado del cantero, con la misma ropa, durmiendo tapado por cartones y colchas viejas, esperando el brote de alguna palmera, hasta que una mañana de enero a mediados del siglo XX los primeros rayos del sol parecieron hablarle a Sinforiano, quien abrió los ojos, mientras estaba recostado en la vereda y vio entre legañas y gorro de lana que le cubría uno de sus ojos, el cantero. Esta vez no era una mañana cualquiera, de la superficie de la tierrita, brotaba una verde vara firme, a pesar de su escueto tamaño, no era una planta típica, Sinforiano se arrastró, viejito, enfermo hasta al lado del cantero y estirando su brazo logró llegar con sus dedos flacos y arrugados a cubrir de la helada a la palmera recién nacida, mientras sonreía suavemente y una lágrima de barro y amor emigraba de su rostro a la tierra donde regaría el regalo de Ailén. Y cerró los ojos para siempre.Un policía lo encontró su cuerpo en la misma posición. Los comerciantes, a pesar de limpiar año tras año el cantero, jamás se atrevieron a cortar la plantita a la cual se había abrazado Sinforiano al morir, planta que creció y se convirtió en una petisa, pero robusta palmera que aun está en el mismo lugar, pero que al parecer todos los que pasan por ahí parecen no prestarle atención»
Terminó de contarme esta historia, aun con la mano en mi hombro el linyera, y miré la palmera para señalarle que iba a sacarle una foto para regalársela en virtud de la emotiva historia de vida que los registros fríos municipales no habían tenido la sensibilidad de documentar, pero al volver hacia el, Sinforiano o quien yo creo que era Sinforiano no estaba y nunca más lo vi, pero la Palmera o Ailén está ahí, en la 25 de Mayo y hasta a veces me parece escuchar un grito mezclado en el viento patagónico que dice “Te amo papá».
– Fin –
Muy bueno Calaverita. Hermoso texto