
No sabía ya como era el mundo en la manera en que el mundo se nos presenta a nosotros. Es decir, los colores, el placer del tacto de la piel, el sabor de una naranja bajo el sol, la odisea de Mozart en su lenguaje musical hasta estos días. Ariadna yacía en coma hacía veinte años y dos meses. Ninguna señal de su cuerpo en siesta eterna parecía evidenciar la voluntad de volver a ser en Ariadna. Pero las grietas de la razón dejan filtrar los misterios de la vida.
Una noche con coros de silencio, en la ventana de la habitación del hospital donde dormía el sueño de aquella mujer, una paloma tobiana se posó y la miró con el vidrio como mediador.
Ariadna, por vez primera en veinte años, movía sus dedos. Abrió los ojos, suavemente. Miró hacia la ventana, cruzaron pupilas con la paloma y su atención se asentó en las estrellas, en la luna. Atravesó el universo sin regresar, sonrió levemente, cerró los ojos y, finalmente descansó, mientras las máquinas de la medicina callaron definitivamente.
Luego de veinte años, Ariadna se fue de viaje por siempre, volviendo a sonreír y en esa sonrisa la luna, las estrellas y la paloma resignificaron la muerte que, esa noche, fue vida y nada mas.
Ariadna, hoy es siesta eterna, en las noches estrelladas y las sonrisas de los poetas.