
La noche no le dio tregua al traqueteo de la panza, ni el mate cocido logró engañar el estómago de la abuela Ramona, quien mordiéndose los labios para sujetar el llanto, aferrada a la colcha a cuadros que la cubre del frío y de la intemperie disfrazada de injusticia que muerde cada vez más fuerte la dignidad. El día anterior, un cambalache de funcionarios bien vestidos, camisas metidas dentro del pantalón, cintos ajustados a tono con el ajuste y zapatos tan limpios que hasta el barro no se animó a salpicarle las suelas, se acercaron hasta la reja oxidada, casi caída, de esa casita humilde, sosteniendo las últimas esperanzas en el fondo del barrio olvidado por esos zapatos, esos cinturones, esas camisas y esos cuerpos pulcramente higienizados. Sin mediar beso, ni una mano estirada a Doña Ramona, le anunciaban que debían proceder a cortar la energía eléctrica, el gas, y retirar la antena satelital, tal vez el último lujo que poseían, debido a que esa locación hace meses no abona las facturas correspondientes a las empresas trasnacionales que brindan y comercializan dichos servicios. La Abuela, con su nietito de tres años, moquiento, con la ropa más grande que su cuerpito flaco, abrazado a las varices de las piernas trabajadoras, le ruega a los funcionarios que tengan piedad, su hija, la madre del niño, trabaja toda la noche y casi todo el día para poder sostener la escuela del pequeño (no se anima a contarles que ella es prostituta, expulsada del mercado laboral); pero los funcionarios alegan que la energía cuesta mucho y hay que pagarla, mientras se retiran mordiendo un alfajor triple, cuyo papel es arrojado en la vereda de la casita de Doña Ramona. Sale el sol, metiéndole codazos a la fresca, la abuela calienta el agua en el tarro de leche nido viejo, roído por la pobreza, sobre una improvisada parrilla con un fuego hecho de maderitas y cartones recogidos en la calle, con el saquito de mate cocido usado por tercera vez, calienta un pan duro que ya ha olvidado hace tiempo la compañía de la manteca y el dulce y le dice que es mejor así, como tostadas. Ella no bebe mate cocido, dice (miente) que ya había desayunado antes que el pequeño se despertara. Lo viste, acomoda su mochilita con los escasos útiles que le donaron en el merendero del barrio, salen a la calle justo cuando la madre entra, regresa de la noche, ocultando uno de los costados del rostro para que su hijo no vea los golpes recibidos por un violento en un auto lujoso, en la noche, tal vez muy parecido al que decide, violentamente, desde una oficina calefaccionada que hay que cortar la luz a una familia (número en un papel) porque no pagan lo que hay que pagar. Se saludan los tres, la madre esfuerza una sonrisa para su hijo, mientras le besa la frente y le acomoda el pelo.La abuela deja a su nieto en la puerta de la escuela y camina hasta la placita de la esquina, se sienta en un banco donde también hay un gato, las palomas ni siquiera arriesgan acercarse a buscar migas de pan duro. Por un momento, Ramona piensa en quitarse la vida, creyendo que es un lastre para su hija, una frustración para su nieto a quien no le puede regalar ni un chupetín, pero inmediatamente el maullido del gato la despierta de esa pesadilla y respira hondo, acomoda sus pilchas viejas y mirando sin mirar el todo de la nada, apretando sus manitos dibujadas de arrugas dignas, una brisa de esperanza le susurra que aquellas camisas pulcras, esos cinturones ajustados como el ajuste que comercializan para reproducir la pobreza y esos zapatos que no saben de barrio, de trabajo ni de hambre, tienen fecha de vencimiento, la dignidad y la justicia comienza a encontrar fisuras en la roca de la desigualdad, mientras una imagen, casi una foto del futuro cercano, de su nieto tomando un cacao, comiendo un suculento pan con dulce y mirando a su madre que lo llevará en colectivo a la escuela para luego seguir para su trabajo, de día, en un mercado de barrio como cajera y se ve, también, ella misma, Doña Ramona, tejiendo pulóveres para su nieto antes de la llegada del invierno que ya no les rasguñará más la felicidad.
- Escrito el 17 de marzo de 2019