“El penal del Rengo Quintomán”

(Leyenda patagónica)

Si bien cada pueblo atesora sus propias historias, la que esboza Colan Conhué entre sus habitantes es, claramente, una de las que más ha influido en los ambientes del fútbol y de los claustros universitarios abocados a la física y demás ciencias duras.
Quien nos convoca en estas líneas es el Rengo Quintoman, nacido y criado en Colán Conhué, con tan sólo 26 años sustenta su vida con variopintos trabajos zonales tales como Alambrador, Domador, Puestero y Esquilador, pero no son estas las actividades que lo destacan, sino el fútbol.
La primera vez que oí su nombre fue hace dos diez años aproximadamente, cuando el Gordo Toledo, viajante vendedor de curitas y barritas de azufre. En un asado de fin de año, entre amigos, en la sobremesa y medio beodo contó:

“…Lo juro por mi vieja, boludo, yo entraba por la calle principal del pueblo como de costumbre y a cien metros veo, como casi en todos los lugares que recorro, unos tres o cuatro chicos jugando a la pelota en la calle. Uno atajaba entre dos maitenes y los otros dos probaban al arquero. De repente, ya cerca de los pichones, me dispongo a tocarles bocina anunciando mi proximidad con el vehículo cuando advierto que uno de los nenes estaba descalzo, de espalda al arquero y a unos metros de la pelota, entonces veo que da unos pasos rápidos hasta la redonda y le sacude un viandazo con efecto en dirección a la esquina. Si bien la pelota me pasa cerca de la camioneta y debido al efecto notable dobla en la ochava, esto no es lo destable, sino lo milagroso es que la pelota aparece por la otra esquina, como si hubiera dado la vuelta a la manzana, y llega a hasta donde estaban los pibes donde uno de ellos cabecea el misterioso centro y la manda contra uno de los maitenes y de éste hacia el interior del imaginario arco.
Detuve mi camioneta. Bajé. Miré a los chicos con algo de sorpresa y miedo y le pregunté al chico descalzo ¿qué fue eso? Y el dibujando firuletes en la tierra de la calle con el dedo gordo me contesta, un centro a la cabeza y gol de Tito…”

El asado siguió su rumbo normal, pero esa historia quedó revoloteando en mi azotea.
Tal es así que, algunos años más tarde en virtud de un viaje para filmar una road movie documental sobre poblaciones de la Patagonia profunda, la historia, aquel centro tirado a la cabeza alrededor de la manzana del pueblo volvió a mi como un silbato de referí sonando en el oído a las cuatro de la mañana.
Decidí destinar una tarde de mi trabajo a buscar al niño descalzo para ver si realmente existía y de paso sumarlo a mi documental.
Tenía sólo tres horas destinadas a Colán Conhué dentro del tiempo destinado al documental, así que aproveché cada segundo. Casi como una búsqueda del tesoro decidí averiguar y preguntar en cada uno de los puntos clave. Municipalidad, parroquia, Almacenes y vecinos conocidos del lugar. Fue el Sacerdote de la pequeña iglesia frente a la plaza quien me dijo:

“…apúrese, vaya a la cancha del club Las Bandurrias, el club del pueblo, están jugando ya la final entre Colan Conhué contra Gan Gan y ahí va a poder ver al mejor jugador del mundo, el Rengo Quintoman, un milagro deportivo de la meseta patagónica. Acérquese rápido a la cancha, que dios lo acompañe, que dios lo acompañe, adiós…”.

Mientras el curita terminaba de hablar, arranqué el auto y salí rajando para Las Bandurrias.
Quedaba la cancha ubicada en las afueras del pueblo. Con mucha tierra salpicada por manchones de pasto como islas que resisten al viento seco de esos lugares, la cancha estaba rodeada de álamos grandes que miraban hacia el rectángulo, al igual que los doscientos o trescientos asistentes al partido más importante de la zona. La final entre Gan Gan y Colán Conhué.
Logré ubicar el auto cerca del alambrado, entre unas enfervorizadas damas, seguramente madre de algunos jugadores, que recitaban un rosario de herejías y blasfemias dedicada a las partes intimas de las madres, abuelas de los árbitros. Ellas me dijeron que estaban empatando 2 a 2 y que faltaban dos minutos para finalizar el emotivo encuentro
Cuando acomodo mi cámara, se escucha el silbato y una mano que indica el punto a pasos del arco.
Penal para Colán Conhué.
Entonces, como un coro góspel un tanto precario, entonado por la mayor parte del público el lugar se inunda de la más maravillosa música que jamás había escuchado:

“Olé olé olé olé olá, soy de Quintomán, es un sentimiento, no puedo parar, olé olé…”

Y de repente, como una película épica, desde el medio de la cancha emprende heroico camino quien no merecía presentación. Ante la mirada de alivio de sus compañeros y la de resignación de sus adversarios, el Rengo Quintomán.
Descalzo.
Si, tal como la había descrito en el asado el Gordo Toledo, Quintomán estaba jugando descalzo. De unos 23 años aproximadamente, piel color greda fresca y un cabello negro como la pupila de las liebres y una modesta contextura, sus pasos firmes y calculados llegaron hasta la pelota, mientras el arquero de Colán Conhué disimulaba una lágrima de miedo que bajó por su mejilla hasta escabullirse entre la comisura del labio inferior mordido por el maxilar superior.
El Rengo acomoda la pelota en el punto penal. Silencio estampa en la cancha. Silencio estampa en la meseta. Retrocede seis pasos. Mira al arbitro y éste pita el silbato sabiendo que es la última jugada del encuentro. Quintomán hace unos pasitos cortos en el mismo lugar como calentando motores y sale disparado en esos seis pasos como un choike en celo hasta llegar a la pelota y es ahí cuando a tres dedos le mete un zapataso al balón que el cuero casi se descose.
Pero algo me produce una sensación de frustración ajena. La pelota pasa a unos tres metros del palo derecho y se pierde en vuelo al viento por detrás de unos álamos. Esto no fue lo más sorprendente, sino que en el estadio nadie dejó de mirar hacia el área de Gan Gan, incluso los jugadores seguían atento la mirada del arquero que miraba, como un loco que ve abejas en el aire hacia todos lados y a Quintomán fija su vista en los tres palos. Ante esa parálisis del tiempo y espacio quiero preguntarle a las señoras a mi lado qué sucedía y me instan amablemente a callarme recordándome también a mi madre, mi abuela y las mismas zonas geográficas del cuerpo de las progenitoras del arbitro.
Justo ahí, suena mi celular. Mi jefe que me grita mandándome de manera urgente a trasladarme a la cordillera ya que había un gran accidente que cubrir y debía hacerlo sin chistar ni perder tiempo ya que tenía, des allí, unas tres horas de viaje. Me subí al auto y me alejé de la cancha mirando por el espejo retrovisor y cabeceando hacia atrás tratando de entender ese cuadro misterioso, inerte, que seguía sin inmutarse luego de la pateada de aquel penal por el Rengo Quintomán.

Resumiré la historia para no cansarlos. Cubrí, cumpliendo con mi deber, con la cobertura del accidente encargado por mi jefe desde su mugrosa oficina olor a pucho barato.
Llegué a mi casa un día después y al levantarme temprano, aunque no había podido dormir por esa duda que me seguía desde Colán Conhué, antes de lavarme la cara y desayunar, fui a la cocina, tomé la guía busqué el número de teléfono de la iglesia de Colán Conhué y marqué con notable ansiedad. Luego de la cuarta campana, se escucha la voz que recordaba con claridad. Era el curita del pueblo:

– Iglesia de Colán Conhué, ¿con quien tengo el gusto de hablar?
– Buen día Padre, disculpe que lo moleste tan temprano, soy aquel fotógrafo que estuvo hace unos días en su pueblo en busca del Rengo Quintomán.
– Ah, hijo, claro que me acuerdo, ¿cómo anda usted?
– Bien, aunque quedé con una intriga que me carcome el sueño y la vigilia, Padre
– Dígame.
– Quisiera saber cómo terminó la final entre Colán Conhué y Gan Gan

Fue así que el sacerdote describió lo sucedido. Magia diría yo. Misterio, según otros.
Luego del vuelo de la pelota por el costado del palo derecho y detrás de los álamos, al no tocar el piso la esférica, se considera aun en juego, todos esperaron con nervios la aparición del balón y al cabo de unos veinte segundos, por detrás de otra fila de álamos apareció el balón girando frenéticamente cual ovni, con un efecto endemoniado, ingresando por los aires al territorio de la cancha dirigiéndose hacia el arco enemigo incrustándose en el angulo superior izquierdo.
Golazo del Rengo Quintomán, dijo el curita, Colán Conhué campeón de la zona y ascenso al provincial que tanto ansiaba el Pueblo de Colán Conhué.
Juro que no vi en persona el gol aquel. Juro que no soy creyente ni lo seré. Sólo se que conocí, por escasos minutos al Rengo Quintomán y, aunque los medios de comunicación se han olvidado de la mística del juego de la pelota en los lugares alejados de las fauces de los negocios y no registre ya los goles milagrosos que antaño eran moneda corriente, solamente una certeza tengo en mi haber.
Ahora comprendo a qué se refiere mi América Latina cuando piensa en mundo en una pelota y grita desde las gradas de un estadio universal y mágico un canto que reza, “El fútbol es el juego sagrado”.

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