«El árbol de la Yrigoyen que nos saluda»

(Leyenda patagónica)

Lo conocemos todos, claramente, aunque obviemos su historia cruelmente, la municipalidad como los vecinos de Esquel han hecho caso omiso de resistir al olvido, ni un solo cartel señala, nombra ni cuenta el motivo por el cual ese pino, mordiendo el cordón de la plazoleta que asciende la Avenida Yrigoyen para enlazar la ruta a la vecina localidad de Trevelin, se inclina en reverencia al paso de los automóviles que transitan ayunos de mística. 
Recién ahora, luego de años, comprendo aquella extraña costumbre de Tito, mi abuelo, cada vez que pasábamos temprano por ese lugar para ir a pescar al lago Rosario. Por más escarchado que el aire tempranero quisiera amainarlo al doblar con la camioneta por la plazoleta de la intersección, él solía abrir la ventanilla cuando pasaba al lado del árbol encorvado de la plazoleta, bajaba el volumen de la radio, se sacaba el sombrero como en señal de respeto y, cerrando por un segundo sus párpados e inclinando levemente la cabeza, manifestaba un saludo hacia el pino, dejando en ocasiones alguna verba tal como “Buen día vecino, brava la fresca esta mañana”, para cerrar la ventanilla, mirarme, tomar mi mano mientras manejaba por esa larga lengua de cemento custodiada por los álamos granaderos. 
Ayer, al pasar con mi hija como tantas veces por ese mismo trayecto, sobrevino a mi memoria cierta vez que mi abuelo Tito me contó la historia de aquel árbol que nos saluda sin ser saludado. 
Decía que en la primera mitad del siglo pasado, un tal Cipriano Cheuquehuala, vivía en una humilde casita a metros de donde hoy se encuentra la plazoleta que une los caminos, se dedicaba a hornear ladrillos de barro y pasto seco para vender a trabajadores rurales y pobladores cercanos con los cuales construían sus ranchos fortachones.
Según Tito, Don Cheuquehuala, cuando era joven, se enamoró de una mujer llamada Erminda Merilafquen, oriunda de Cushamen, los que la conocieron decían que era tan hermosa que hasta los teros y bandurrias que la veían se resistían a realizar sus tradicionales migraciones anuales para no ausentarse de la cercanía de su belleza. Juntos trabajaban en el humilde horno de ladrillo de sol a sol, no sólo para la venta, sino también para agrandar la casa de ambos ya que un año, la pancita de Erminda redondeaba la llegada de una nueva vida y había que construir una habitación mas antes de la llegada de la nieve. 
Cipriano y Erminda vivían como cualquier vecino cumpliendo esa arquitectura del amor que nace de los proyectos entre compañeros que se abrazan en almas que se aquerencian a la tierra. 
A mediados de un otoño sepia, Erminda, embarazada de siete meses decidió hacer su último viaje a visitar a su familia en Cushamen antes de parir. Pasaron los días, una semana tal vez y Erminda no regresaba a Esquel, no había noticias de ella. Cipriano viajó a Cushamen, pero lamentablemente sus suegros y familiares de la señora Merilafquen dijeron que jamás había llegado al pueblo, nunca más se supo del paradero de su esposa. 
Como el ocaso que opera en silencio, Don Cipriano descendió a las turbulentas aguas de la locura ante la ausencia de su amor, ante la desesperación de la ausencia que rasguñaba sus horas y la angustia de aquel ser que venía al mundo a cobijarse entre los ladrillos caseros de barro y pasto.
Decía mi Abuelo que todos los días, junto al sol, Don Cheuquehuala se paraba en la calle de tierra donde hoy camina la gran avenida, en silencio miraba todos los autos que pasaban y se inclinaba mirando al interior de los coches para ver si allí podía encontrar a su amada Merilafquen. Todos los días, todas las semanas y meses, años, hasta una mañana de diciembre fue encontrado ya sin vida recostado en el mismo lugar donde esperaba. 
Mi Abuelo y muchos esquelenses, afirman que ese mismo día y lugar, un brote, una pequeña planta desgarró la tierra y amaneció hacia el sol, es el pino que hoy conocemos al borde de la avenida, que aún se inclina hurgando adentro de los autos que pasan para ver si adentro de alguno de ellos, alguna vez, encuentra a Erminda y su descendencia.
También, se sabe que atrás del gran árbol que reverencia el paso de la gente, dio a luz la leyenda, un pequeño árbol que también se inclina hacia el mismo lugar, es el hijo de Erminda que aun no sabe hablar, que quiere decirle a su padre que siempre estuvo buscándolo, también. 
Seguramente, en alguna helada mañana de la modernidad desierta de leyendas, el pino grande será tocado por una rama del más chico, un bracito que lo alcanzará enraizando su encuentro hacia la eternidad. 
Tal vez usted, lector racionalista, no crea en estas historias, no lo culpo ni juzgo, es una opción de vida, por mi parte, lo saludo atentamente, son las siete de la mañana y debo ir hasta la rotonda donde la amistad entre Trevelin y Esquel nace, como todas las mañana que puedo y tengo tiempo, quizás hoy el árbol grande se dio vuelta a abrazar a su hijo.

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