«CONFESIONES DE UN EX ATEO»

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Los datos duros, es decir, fechas, horas, puntos cartográficos, han optado por emanciparse de este breve relato personal. No por apología de la imprecisión, sino mas bien por restarle inconducentes matices a la trama que sigue multiplicando perplejidades.
Soñé la madrugada del sábado o tal vez fue minutos antes de despertar. No importa (a veces regreso inútilmente a las banalidades), pero si destacar el territorio onírico de donde se desarrollaron los acontecimientos.
Manejaba, desde las alturas innombrables, una rústica maquina hecha de hierros oxidados y maderas de roble resecas por las eras. Los engranajes, aunque ruidosos, complejizaban de manera perfecta un sistema de riego con baldes de oro y plata por el cual descendían los chorros de agua hacia los suelos de paisajes que no identifico, ahora.
Mientras esto sucedía, en una de mis manos tenía un recipiente de barro del Nilo. Desde sus adentros, cascadas de semillas brotaban en dispersa caída al compás de los chorros de agua.
Si bien no divisaba la llegada del líquido y las pepitas, la sensación del beso con la tierra era percibida de modo natural.
Además, y eso es más extraño aun, a kilómetros atrás (creo que eran décadas), se escuchaban las primeras voces. Murmuros un poco imperceptibles. Se trataban de nuevas vidas.
Comprendí, entonces, en el sueño, que era Dios por sólo por ese trozo de tiempo sin tiempo, por ende no podía detener la marcha ni la labor. Mi responsabilidad era providencial.
De repente, un sonido a lata y madera rota produjo el parate de la maquinaria que surcaba conmigo el cielo. Todo se detuvo, menos mi pensamiento. Entonces, decenas, tal vez cientos de voces lejanas se hicieron cada vez más próximas. Manifestaban dolor, pesar, angustia.
Tuve miedo, la parálisis me invadió y la nave comenzó a caer en picada. Los gritos de sed, hambre y desolación parecían esperarme allá abajo como reclamando algo, no se que, pero se trataba de una situación vital para ellos.
Escaseaban las semillas y el agua en mis recipientes.
Y lo supe, finalmente, lo entendí cabalmente.
En el sueño, mi sueño, yo era un Dios. Tal vez todo los dioses en uno. Las semillas y el agua eran la materia prima de la alquimia del génesis, desde los organismos unicelulares hasta el mismo hombre que se soñaba Dios. Yo.
En franco descenso asistía a encarnar los párrafos últimos de la Biblia. El apocalipsis. Yo era el apocalipsis y era Dios.
Antes de estrellarme contra el piso y los dolores de la humanidad, desperté en mi cama, sobresaltado. El sudor bañaba la sábana, la almohada y el recuerdo del vuelo y la máquina rústica de crear vida.
Miré la hora, faltaban tres minutos para que el despertador me empujara hacia el trabajo. Salté de la cama al baño. Me lavé los dientes, la cara, me vestí con inusitada urgencia y salí a la calle.
Observé con sorpresa y amanecida alegría que mi vecino arrojaba semillas en su jardín, mientras su mujer regaba el suelo mañanero y su niño, mirándome con gesto cómplice, sonrió.
Nunca más volví a decir, ni tan solo pensar en considerarme ateo.

Calaverita Mateos (Esquel)
www.calaveralma.com.ar

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