Una lectura de SurRealismo, almacén de mambos generales de Mauro Mateos, realizada por Daniela Della Bruna, para REMITENTE PATAGONIA:
Recortándose desde un agujero negro; de esos que el Universo esconde para que tropecemos los distraídos; una puerta, un hombre, tal vez mirando por una cerradura, libro en la falda, silla de madera, máscara de hombre colgada en el respaldo, máscara de calavera en la nuca, espía, tal vez, a los que se acercarán a ese mundo que ha soñado.
Abrir SurRealismo es caer, abducida, como Alicia, a una dimensión que a ratos parece paralela y a ratos absolutamente cercana. En estas líneas intentaré contar el autosecuestro de una lectora dentro de un libro.
Primer momento, caída, confusión, estremecimiento… y de golpe, esa voz, el narrador que te asalta, te sujeta y te lleva a empaparte de magias inesperadas. Sin decidirme por donde arrancar, elijo títulos al azar y me pierdo en historias legendarias, en lugares precisos que esconden secretos, en amores varios y definiciones existenciales. Entonces retomo caminos, desde el principio, como un niño en un parque de diversiones que no quiere perderse nada, y voy en orden, pero es imposible, los relatos se hacen laberinto, se me escapan los intentos de sistematizar la búsqueda, se me ríen los fantasmas que habitan las páginas.
Y entonces me rindo a la magia, suelto las riendas, entiendo que es esa voz la que debo seguir, avanzando, retomando senderos, navegando ríos patagónicos, volviendo a la ciudad, paladeando un lenguaje único y siendo, finalmente, la niña que goza con el descubrimiento y palpita cada sorpresa.
Redescubro el Esquel que apenas conozco, se me pone la piel de gallina cuando paso por la casa de la Alberdi; y después, en el reloj de la esquina de la Bolsa de ski, intento hacer trampa para dar un primer beso, pero no funciona y me conformo con mirar a las parejas de ancianos, sigo con la vista, siempre escondida, los barquitos que llevan las cartas por la calle pena, y con más suerte, me hamaco por un instante en el columpio parca; los mrundris me muestran cómo se completa el ciclo de la vida, y no atino a subir las escaleras en ese ranchito de la Aldea Epulef donde se esconde el origen del Universo; es que antes pasé cerca del loco Mario y el humo me dejó algo aturdida, pero tranquila, porque Atilio sigue moviendo los planetas para hacerle una gambeta al cometa que amenaza. Aparece Esquel, entonces, resistiendo la globalización, con el cartero que se reinventa adornando las cartas que en algún momento se volvieron magras.
Me llama, después, el embrujo de la luna que tiene un ratito de descanso, y veo a Emilia y al diariero atravesar el cosmos en bicicleta, envidio un ratito a los amantes que hacen cucharita, y veo cómo el destino se juega en las piernas del tiempo. Y en la tierra, sonríe la aljaba y me lleva a recorrer el lago Futalaufquen, el río Arrayanes y el lago Verde.
Del otro lado, el amor… un Don Juan que lucha con la sombra de un beso, noches de sexo en un enero norteño, o cerca del mar, mujeres que se entregan y después se van, esquivando el mañana, mujeres danzantes, caderas contundentes, besos en la espalda. Gringas de encuentros furtivos y princesas que dejan la bombacha en la canilla del baño, y otra rara, como encendida. Y después La Mujer, que deja un rato los dolores para pintar en el patio. Y la mujercita revoltosa, que cierra el círculo, con una ternura infinita.
El lenguaje, por otro sendero, se edifica intenso. Entonces entiendo qué es esto de “más ratito”, o “la re cantidad”, pero también me encuentro con el lunfardo, y con los laberintos, los destinos y el juego con el tiempo. Se aparecen Borges, Shakespeare, el Negro Fontanarrosa…
La muerte sobrevuela, en el arroyo del barrio estación, en el columpio parca, con Emilia Y María Elena; y en varios lugares danza el juego con el sueño, nunca tan preciso como en el Día del escarabajador.
Me encuentro con la poesía, pidiendo pista para hablar del mate, de la lluvia, de las mujeres, y el exquisito Vaivén, donde me quedo un buen rato, rumiando un embeleso.
En este viaje de colores, paisajes, campo y ciudad acompaña el tango y el psicoanálisis, el fútbol y la filosofía. Y todavía se esconde, ese que lleva la voz cantante, entre los objetos mágicos, la silla con alas, el ejercicio de Edelmiro Ibáñez, feriados lisérgicos, banderas con calaveras y las migraciones del amor.
Pero lo encuentro, antes esquivo y ahora contundente, en definiciones existenciales que no se pasan por alto. Ese toque antisocial, Exorcismo literario, A pesar de mis cabronitudes, Un cabrón con remos de papel, Nosotros, plastilinas locas con patas; son piezas que diseminadas entre el universo calavera nos hablan de quién es quién habla, por qué escribe, qué lo desvela y lo configura, su defensa de la soledad. Y también, en esa biblioteca desordenada, encontramos las lecturas que lo alimentan, y lo inscriben en ese texto infinito del que formamos parte.
Quién ya leyó este libro dirá con justicia que me quedo corta, pero tendrá que darme un changüí, el almacén tiene algo de ese Aleph que se dibuja en algunas de sus historias, y es imposible, en la linealidad arbitraria del lenguaje, transmitir completa la experiencia. Así que los desafío a contar otro pedacito del viaje, y a los que todavía no lo emprendieron, que se tiren sin esperar que haya red, y disfruten de una caída libre en el cielo calavera.