
Una pena líquida floreció al borde de su pupila color ayer, para rodar borracha y loca por la espalda de su mejilla hasta caer en la esquina de su comisura.
En un gesto de dolor en el alma del alma, los labios le soltaron las manos a la lágrima solitaria que rasguñando el mentón sin poder sujetarse a la piel, cayó en la mesa de madera, al costado del diario de ayer, quitándose la vida, mientras el mozo viejo del antiguo café se acerca y le ofrece la especialidad de la casa:
– ¿Se le ofrece una lágrima señora?
La joven, levantando suavemente su mirada y la frente pesarosa, contesta:
– No, gracias, la última acaba de quitarse la vida en esta misma mesa y con ella se llevó el último aliento de amor. Disculpe, no quiero ser verdugo de más penas en exilio de mi corazón.
Bebió un vaso de agua finamente gasificada, se levantó como quien se levanta de la silla en el pasado, se retiró del café antiguo y no volvió a llorar más.
El mozo, esa misma mañana y por primera vez comprendió qué era la poesía.