
Lautaro abrió la heladera, comprobó que estaba suficientemente abastecido para unos días más, la cerró, se tiró al sofá con la tablet para mirar algo en Netflix, pero para alguien que le gusta el cine verdaderamente, esa plataforma ya es sólo una monumental feteadora de productos audiovisuales.
Con una barba de una semana levemente desprolija, salió al jardín en calzoncillos con el termo y un mate lavado de yerba, lavado de compañía y miró hacia las dos esquinas de la cuadra de su barrio, tan desiertas como las escuelas, las instituciones y los comercios.
De pronto, un ruido, un movimiento provino del otro lado de la pared del jardín, Lautaro se sonrojó, pensó que estaba solo chusmeando el barrio, pero no, a diez metros, en la casa contigua, una mujer, la vecina de siempre, a la que no había prestado atención jamás por el trajinar diario de la cotidianidad neoliberal que nos obliga a desvincularnos. Ella sonrió levemente, también con algo de vergüenza, pero por primera vez se vieron a los ojos, verdaderamente se vieron. No cruzaron palabra alguna, pero algo parecido a un proceso químico comenzó a hacer cosquillas adentro de ambos.
La cuarentena siguió, la pandemia continuó llevándose vidas, pero en aquel barrio, en aquellos dos jardines, una vecina y un vecino le pusieron corona al iris. En algún tiempo el coronavirus irá retrocediendo y una pandemia de miradas cercanas empezará a abrazar de nuevos vínculos humanos al mundo y todes serán irresponsablemente desobedientes con las garras del neoliberalismo, para contagiarse del coronairis.
– Fin –
Calaverita Mateos (Esquel)
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