
Luego de la segunda taza de té, en la media mañana, se acomodó en esa silla vieja, de madera, con esas patas arqueadas que le permitían hamacar suavemente sus recuerdos, como las olas mecen la memoria de los amores perdidos de los marineros.
Tomó el pullover casi terminado con sus manos hiladas de arrugas, miró a través de la ventana para mirar hacia adentro, suspiró, bajó la vista y las dos agujas comenzaron su última danza.
Cerca del mediodía, la abuela junta las dos puntas del hilo de lana y hace con ellos el nudito final, luego toma los hombros del pullover con los dedos índice y pulgar y lo levanta hasta la altura de sus lentes, mira nuevamente hacia afuera por la ventana, sonríe suavemente, quizás la más tierna de su vida y, dejando en su falda la prenda tejida para su nieto, baja los parpados, sin dejar de sonreír e imagina a Luca corriendo en la nieve del patio de la escuela abrigado con el fruto de sus manos y la danza de las agujas y deja que la muerte la abrace, y comience a tejer su historia en la memoria de sus pares.
A la misma hora, a diez cuadras de ahí, Luca se pone las zapatillas casi sin hacerse los nudos, se coloca un buzo de Boca, agarra la pelota a la pasada como obedeciendo una orden estricta de los silbidos de los chiquitos del barrio que lo invitan a jugar, su madre le dice, le recrimina que se abrigue con algo mas, que afuera nieva, hace frío, Luca no vuelve a buscar más ropa, pero le contesta, mientras abre la puerta que da a la calle, mami, la abuela me cuida, chau.