
Están ahí, masticando el polvo de los años, tosiendo melancolías, como inquilino vitalicio del galpón de atrás de la vieja casa. No mendiga luz ni reclama una posición más favorable, como queriendo decirnos que junto a las herramientas en la mesa de madera dura, prefiere la compañía del obrero a los privilegios de esa nueva cortadora de césped automática reluciente.
Las arrugas de la piel son el mapa de los fríos ríos patagónicos, cruzados a pie y los pechazos a los tobillos que las rocas celosas de las montañas le demostraban en su celosa custodia del bosque.
Los cordones ya tiraron la toalla y muerden la lona, sólo mantienen la comunión con los pequeños ojales sujetando con esfuerzo añejo el porte estoico de los señores de los caminos.
Cada vez que abro la puerta de lata vencida del viejo galpón de la casa de ladrillos, son los primeros en verme fijamente a los ojos entre tantos bártulos y recuerdos con telarañas, como queriéndome decir, pichón, vení , vamos a construir un coche de madera con rulemanes de camión y vamos a ser los Fangios del baldío de la cuadra.