
Cuatro sentados en las sillas en la vereda de una calle céntrica, en la mesa una pizza con la mozzarella escupiendo vapor hacia el cielo, mientras los trocitos de jamón crudo de primera salpican su grasitud sobre la rucula que se refleja en el cristal que contiene la cerveza importada de Alemania.
Ellas ríen, con cierta falsedad, mientras sacuden las alhajas al compás de la codicia, ellos también ríen con similar falsedad.
El mayor de los cuatro, entre carcajadas de cartón, dice que la masa de la pizza es más dura que una suela de zapatos de pobre, mientras escupe el carozo de una aceituna que vuela un par de metros hacia la calle hasta caer justo en la punta del zapato viejo, roto, tres números más grande que el pie roñoso del niño de diez años que pide monedas allí todas las noches.
El niño levanta la mirada, triste, lejana, cercana, piensa que cambiaría todo lo que tiene, poco, pero todo lo que tiene, por esa pizza con la masa más dura que la suela de su viejo zapato.
Las mujeres callan, sus rostros no sonríen mas, una de ellas no puede evitar que una lágrima emigre de su alma y bañe el dedo meñique que la quita de la mejilla. El campeón de escupitajos de aceituna le dice, no le des bola, no trabaja el que no quiere.
Aquella noche, las dos mujeres no lograron conciliar el sueño, los caras pálida salieron de putas y cocaína.
El niño de los zapatos viejos, rotos, en la esquina de aquella calle céntrica se acostó y se cubrió con los periódicos dominicales, donde una de las portadas del Clarín que rezaba una frase entre comillas de un ex presidente argentino, “Pasaron cosas”.