
Si, brother, así era, luego de la chocolatada con pan con manteca y el Hitachi con Tom & Jerry, inflaba de coraje las dos cubiertas de la Aurorita y le chantaba a los rayos un par de cartones y, a veces, en verano, unos globitos de agua con aire.
Y ahí salía yo sintiéndome el Juan Manuel Fangio de mi barrio, mientras la pequeña bicicleta rugía su motor mentiroso por las baldosas de mi manzana, se me ponían las mejillas rojas como tomates de la vergüenza y haciéndome el que miraba para el frente, veía justo en ese horario como la vecinita salía con su madre desde el portón de chapa hacia el auto a su clase de gimnasia.
Jamás supe si ella me prestaba atención, pero yo pedaleaba mis sueños de corredor profesional que enamoraría a la vecina de mis sueños cuando fuera grande.
Hoy, que la panza le da laburo al botón de la camisa, que en lugar de un Fórmula 1 tengo un Fiat 600 en el garaje, comprendí que el trofeo más grande de aquellas carreras solitarias contra corredores fantasmas, sus preparaciones previas en el taller de mi padre, la tuneada ochentosa onda bicivoladores en el Cine Coliseo, fueron el ejercicio noble hacia el amor. Ojalá algún día la encuentre, en lo posible sin ruleros ni baldeando la vereda, para decirle que gracias a ella pude subir al podio de los enamorados, como el Fangio más guacho pulenta de mi barrio.