(Leyenda del principio del universo)

Cuando el Big Bang parió génesis del universo, algunas de las esquirlas recorrieron distancias incalculables con sed y hambre de ser planetas, pero una bandada de chispas con el corazón encendido, huyó hacia inmemoriales rincones del infinito. Las mismas surcaron el espacio aún virgen de deidades con salvaje libertad, aunque el tiempo intentaba enfriarles el alma de roca y fuego.
Aquellas chispas, hijas del origen de los orígenes, cansadas de las cósmicas soledades, se estiraban y encogían, saltaban de aquí para allá, jugaban a llamar la atención de las otredades sin nombre, hasta que encontraron una masa suspendida en una galaxia, una redondez de rocas rodeadas de agua, extensiones de nada salpicadas por microorganismos deseando evolución.
Cuentan las artes rupestres en una pared oculta en la oscura cueva de una misteriosa montaña sin nombre, que las picaras chispas con sus últimos fueguitos de vital esperanza, se posaron sobre la superficie de una roca suavizada por las olas de los océanos orfebres, mientras que el sol tiño de morena la piel de aquella piedra con chispas, cuales rulos, al tanto que la luna le talló los ojos y la cola de un cometa peregrino le dibujó una sutil sonrisa. Cabe recordar que al retirarse los océanos, una gota quedó aferrada de unas incipientes pestañas.
La leyenda deja emanar algunas pistas en la actualidad, ciertas pautas misticas que nos acercan a la puerta del misterio que nos permite descifrar el comienzo de los comienzos.
Monjes tibetanos han esbozado en sus mandalas el rostro del secreto que han perseguido incesantemente las arduas horas de la filosofía. Una roca morena de piel suave, con unas chispas disfrazadas de rulos, cual techo de unos ojos con penas y alegrías, labios que hipnotizan sin cantar.
La artesanía de los monjes revela una imagen de mujer, la manifestación del génesis, la respiración de la poesía, la esperanza de la existencia que late en su rostro tallado de misticismo.