
Iba corriendo por el cordón de la vereda de un río seco y lleno a la vez, cuando advertí a mi lado un caracol sin dientes que silbaba un tango de Gardel.
Un poco ansioso y tuerto de una oreja, hurgaba en las entrañas de una nuez escandinava la verdad de la milanesa, pero el pan rallado tan grueso se obstinaba en no permitir a mis uñas rascarlo para ingresar, y el viento que soplaba el sol junto a la lluvia que brotaba del suelo se confundía con el calor de los glaciares de azúcar en la cabeza de una viejita sentada en la montaña, tejiendo calcetines para un ciempiés ciego.
Sabia que al egresar de aquel sueño, al contarlo en la esquina de mi barrio, no iba a provocar más que un coro de carcajadas y el mismo afiche escrito en el paredón, ese que reza
«Uy dió, este que sigue creyendo que aún se pueden inventar mundos imaginarios»
Pero al llegar a la ochava, en la esquina propiedad de los chochamus de eternos codos empinados, me quedé más tranquilo.
El «Ojo e’ Chiva» estaba sentado patas para arriba acariciando un caracol que silbaba tangos de Pugliesse, a su lado, apoyado sobre la paredes de chocolate, el negro «Fuentón de Achura» construía el universo con ladrillitos de plástico y, en la bocacalle de las dos avenidas, en medio de un caudaloso transito de abejas y jirafas, los niños del barrio jugaban a la pelota con Borges y Perón.
Al acercarme para compartir una cerveza de grosella, comprada en un kiosko atendido por Copernico, pude leer lo que habían escrito en el paredón de la casa de Carl Marx:
«Uy dió, no dejes de inventar nunca jamas, viejo noble oficio»
Y me fui a dormir, más tranquilo, pensando que al despertar dudaría al especificar la frontera entre los sueños y la vigilia, para poder fabricar más munditos.