
Sus besos regresan todos los días con el cargador completo. Gasté dos containers de aerosoles con poemas de cotillón en las paredes de su barrio y a pesar de regalarme dos noches de balcones con entrada libre y gratuita, sólo logramos reinventar el Kamasutra criollo en aquel sofá que maltratamos a mansalva.
Nos prometimos tomadas de mano, civil con arroz, cambios de pañales, amores eternos y berrinches pololeros, pero aquí me ve, troesma, más solo que Nietzsche en la procesión a Luján.
A medida que crece la panza y se suicidan los pelos desde la azotea, más la visitan mis calenturas que extrañan la hamaca carnal en la mesada de la cocina.
Así, como un boludo champión olímpico, sigo rasguñando el frasco chico de mis esperanzas, para verla alguna mañana con la canilla libre de sus babas en casacada, roncando sobre mi pecho que, a esta altura, guarda el ticket medio borroso y arrugado del estacionamiento medido con su nombre en el parquímetro de mis desengaños.