
Maldita costumbre la mía, que por las mañanas me odio con los dientes mordiendo el talón de mis vanidades y luego, en la tarde, comienzo a lustrar el parche en el ojo, sacarle las astillas a la pata de palo y acariciarle las plumas al loro que me silba al oído canciones de un Sabina maltrecho.
No me culpes de cobarde si vas a invitarme otra vez a cascotear colchones, no me gusta andar latigándome el lomo en el vía crucis de los arrepentidos, si ambos sabemos que los poemas de amor quedaron en el cajón de la mesita de luz de los amantes mudos, mientras firmamos en el aire un contrato ante escribano púbico para gambetear iglesias y registros civiles.
No le echemos la culpa al embotellamiento de las copas de tinto ni a los fantasmas revoltosos hijos de las más ricas flores de marihuana, no hace falta ser torpes después de la guerra de deseos que ambos sostuvimos con hidalguía en el campo de batalla de nuestros cuerpos, más bien levantemos en alto la noche que amasijamos juntos las sabanas que se avergonzaron del sudor de nuestras elegantes desvergüenzas en un mano a mano en el póker de las carnes.
En la memoria del semen que fue crema en las olas de tus pechos y en el recuerdo de tu licor de entrepierna enseñándome a catar las bondades de dos décadas recién cumplidas, prefiero pensarnos hasta pasado mañana, y si me fui sin decir te amo no es por falta de tinta en el corazón, es que no me gusta andar tirando cheques en blanco a sabiendas de mi insolvencia de compromisos en la billetera de mis musas.
No llores mi espalda al cerrar la puerta, para que vamos a llorar los dos una despedida que puede tener segundo capítulo, tal vez en esas noches de mar de neón bravío, ese pirata de cotillón me vuelva a morder el pescuezo para convertirme y vos, tan bonita como las princesas de los cuentos, te animes a olvidar nuevamente las normas de la moral y las buenas costumbres para regresar sin permisos ni tranqueras a hacer temblar las patas de un somier con sed de besos sin documentos ni culpas.