
Es temprano, el rocío melancólico nutre de recuerdos la piel de un trébol de cinco hojas en el jardín y, desde el centro del tallo, brota una bandurria arquitecta que vuela hasta el borde de la ventana donde se posa, bosteza y de su pico emanan diez rinocerontes con el cuero color arco iris.
Vuelan hasta asentarse uno por uno en mis pestañas, entonces despierto antes de ayer y bajo a preparar unos mates en la corteza de un viejo tronco seco de ñire, con yerba traída de la cosecha que realizan cada mes trece de los años triciestos, los salmones tartamudos en el deshielo del Nahuelpan.
Bebo el primer mate y ya estoy en ayer, mientras el dulce de cosquillas de estrellas se esparce por el pan de harina de ralladura de luna llena.
Estoy en el día de hoy, el sol sale despacito por detrás del lomo de un piche que cava una cueva hasta el centro de la tierra de los cuentos sin fin, las aves que nadan en los ríos cantando sones de burbujas, y los peces en fila en las ramas de los arboles luchan contra la corriente de los que aun no se atreven a fabricar sus propios sueños.
Buen día, papi, dice mi hija desde su cama, sonrío y subo a abrazarla convencido que su voz es la voz de la esperanza.