Las calles de la vida y la muerte, de vez en cuando, toman café en la misma esquina. Quiso la ironía de Cronos adelantar el nacimiento de Luana.
Las horas en la sala de terapia intensiva, en el Hospital, transcurrían con la parsimonia de la luna en su rodeo al planeta, afuera, el tiempo derramaba eternidad impúdicamente, la blanca sala ofrecía una metafórica calma, aliviando los quince años en coma de Ezequiel Montero, obrero de Cushamen que sufriera un accidente de trabajo en una reconocida multinacional médica que, causalmente, lo abandonó en el acompañamiento económico de su salud.
A las seis de la tarde, su hija Ailen, paría la nieta al mundo en vital llanto.
A la misma hora, exactamente en el instante del nacimiento, Ezequiel abría por primera vez los ojos luego de quince años de silencio externo, sólo una enfermera fue testigo.
La sala blanca parecía más iluminada que de costumbre. Ezequiel esbozó una tierna sonrisa acompañada por la caída suave, para siempre, de sus parpados.
Su primera nieta, a treinta kilómetros de aquel hospital, mermaba su llanto al mundo, para salpicar a Luana, su madre, con su manito en la teta.
Las calles de la vida y la muerte, de vez en cuando, toman café en la misma esquina.